Durante la mayor parte de su historia, desde la creación
de la especie humana hasta el siglo XVIII, la
humanidad sólo ha dispuesto de dos fuentes de luz. La más antigua de estas fuentes
es la diurna, el verdadero medio de nuestra percepción visual, a cuyas
propiedades se ha adaptado el ojo durante los millones de años que ha durado la
evolución. Bastante mástarde, durante la edad de piedra, con el desarrollo de
técnicas culturales y herramientas,
nos
encontramos con la segunda fuente de luz, que es artificial: la llama.
A
partir de aquí las condiciones de alumbrado no varían durante mucho tiempo; las
pinturas rupestres de Altamira se pintan y se observan bajo la misma luz que las
del renacimiento y el barroco.
Pero
precisamente debido a que la iluminación se debe limitar a la luz diurna y a la
llama, el trato con estas fuentes de luz, que se han manejado durante decenas de
miles de años, se ha ido perfeccionando una y otra vez.
También
en el área de la iluminación artificial se puede hablar de un perfeccionamiento
comparable;
un desarrollo al cual, por cierto, se han puesto claras limitaciones debido a
la insuficiente luminosidad de las fuentes de luz disponibles.
Luz
e iluminación se han convertido en temas de polémica y discusión debido al mayor
conocimiento sobre calidad arquitectónica, lo que conlleva mayores exigencias en
cuanto a una iluminación arquitectónica adecuada. Si en el pasado más reciente
la arquitectura aún se podía
iluminar
utilizando criterios luminotécnicos convencionales, en el futuro se exigirá una
iluminación diferenciada y «a la carta».
Desde
luego, existe una variedad suficiente de fuentes de luz y luminarias para este
cometido; el espectro de la capacidad de la luminotecnia se amplía, debido a
los incesantes avances técnicos, con más instrumentos especializados de
iluminación.
Precisamente
este hecho se lo pone cada vez más difícil al luminotécnico para orientarse y
encontrar la solución técnica adecuada para las exigencias de iluminación de un
proyecto en concreto.
El sentido de la luz
La sentinella se ne va. II suo dovere é finito. Scampato
pericolo. Si spegne nel
tramonto l'icona che ancora una volta non é riuscita a diventare
sacra. Tutto per
quell'ometto
e i suoi pennelli. E ora che se n'é andato, non c'é piü tempo. II buio
sospende
tutto. Non c'é nulla che possa, nel buio, diventare vero.
A través de esta cita de Alessandro Baricco en Occeano mare es
nuestro
interés reflexionar sobre el valor de la luz para el hombre y la arquitectura.
La
principal característica de la luz que queremos ahora señalar es
aquélla
de hacernos perceptible el mundo en que habitamos. Sin la luz no
tenemos
certeza de la existencia de la realidad. No es que la realidad no exista
en
ausencia de la luz; sino que a través de ella adquiere forma sensible para
nosotros.
Por medio de la luz adquirimos, aprehendemos y comprendemos el
mundo.
Podemos decir que la luz da carácter a la objetividad del espacio. No la
determina,
sino que determina sólo la percepción que tenemos de él, lo cual no
es
poco. Por eso nos parece acertada la cita de Baricco al señalarnos esto de
que
nada hay en la oscuridad que pueda convertirse en verdadero.
La
luz del sol, que se derrama constantemente como un bien inefable
para
nosotros, hace vibrar la materia, le da vida. Tiene la importante propiedad
de
aportarnos la posibilidad de comprender el espacio. Con ella podemos
aprender
y conocer todo lo que nos rodea, el mundo en que estamos inmersos,
del
cual constituimos una parte y que formamos y transformamos a diario con
ese profundo y continuo deseo de
hacerlo mejor para nosotros (otra cosa es
que lo consigamos). La luz es fuente
de conocimiento porque nos permite
escrutar la realidad con ojos
analíticos y críticos. Nos permite aprender de ella,
de sus cualidades: formas, colores,
dimensiones, texturas, relaciones, etc.
Y conociendo la realidad, tenemos las herramientas necesarias
para
transformarla según nuestras
necesidades, nuestras inquietudes.
Además de permitirnos la experiencia
de lo real, la percepción y el
conocimiento del mundo en que
vivimos, la luz nos da cuenta del paso del
tiempo. Incidiendo sobre los objetos,
la luz construye el tiempo. A través de ella
tomamos consciencia de su transcurrir
sin pausa; de su linealidad y de su
comportamiento cíclico. Pero no sólo
la luz; es necesaria la materia iluminada.
De ahí la importancia de la sombra.
Porque la luz pura, como nos recuerda el
mito de Júpiter y Sémele [Ovidio, Metamorfosis], quema. Lo abrasa todo y crea
desierto. Y en el desierto, donde no
hay sombra alguna que apacigüe nuestra
visión y nos dé descanso, se detiene
de manera insufrible el tiempo (se hace
insoportablemente extenso) y cesa la
vida. El exceso de luz es muerte; ya no
es conocimiento, sino aniquilación
por abrasión.
Aprendimos de Le Corbusier, entre
otras cosas, que la arquitectura
puede ser entendida como el sabio y
elegante juego de los volúmenes
expuestos a la luz: «L'architecture est le jeu savant, correct et magnifique des
volumes assembles sous la lumiére.»
En esa relación de la materia con la
luz que incide en ella es donde
podemos ejercitarnos en los modos de
controlar a nuestro favor este don
lumínico que el sol nos regala cada
día. Porque la luz natural es un material
con el cual podemos trabajar. Es un
material que nos viene dado y que
podemos dominar y usar para
cualificar los espacios arquitectónicos que
construimos. La luz en la
arquitectura, utilizada conscientemente, es capaz de
emocionar de muy diversas maneras.
Hace vibrar el espacio y lleva al hombre
a estados de ánimo que trascienden lo
ordinario.
Bien nos lo enseña Campo Baeza en sus
obras, tanto escritas como
construidas: «arquitectura sine luce, nulla arquitectura est.» Tal vez sea él
uno de los autores contemporáneos que
mejor y más conscientemente emplee
la luz natural para hacer vibrar su arquitectura.
No puede uno permanecer
impasible en el impluvium de luz, como él lo llama, del edificio de
Caja
Granada. Algo le recorre a uno por
dentro y es presa de una intensa emoción
que bien merece experimentarse.
Muestras del empleo consciente de la
luz, con muy diferentes
intencionalidades, tenemos a lo largo
de la historia de la arquitectura muchas y
muy buenas. De ellas podemos y
queremos aprender. La divinidad del
Pantheon, la
religiosidad de la luz mística de la arquitectura gótica, la
humanidad de la luz pura de las
basílicas de Brunelleschi, el drama vivo de los
espacios del barroco romano, la
serenidad de Soane, la extraordinaria variedad
de Wright, la rotundidad de los
espacios de Le Corbusier o la claridad de los
espacios ideados por Louis I. Kahn.
Repasamos la arquitectura del pasado,
más que para deleitarnos en la
belleza de las formas, para estudiar
estas ideas universales que trascienden el
tiempo. No estamos en esa revisión
taxonómica o arqueológica de los espacios
según sus apariencias formales, atrás
quedaron esos períodos. No es eso lo
que interesa. Interesa a un
arquitecto de hoy el análisis de las construcciones
de otras épocas porque éstas
contienen valores imperecederos, valores que
van más allá del aspecto externo,
capaces de perseverar en la incertidumbre
del transcurso de los tiempos.
El empleo consciente de la luz en la
arquitectura, en la buena arquitectura, es una de esas ideas sobre la que
merece la pena reflexionar.
A través de varios
espacios romanos, vamos a repasar distintos modos de usar la
luz natural de manera intencionada.
Una estancia en la Real Academia de
España en Roma nos permite esta
reflexión hecha precisamente sobre
ejemplos de esta ciudad. Miramos esta
vez a la arquitectura del pasado a
través de los mecanismos que utiliza
para usar decididamente la luz del sol y
crear con ella sensaciones bien
distintas. Queremos aprender de los modos de
valerse de la luz natural en estos
espacios como material que los cualifica y los
da sentido.
Luz
cenital
Impluvium de la
Villa de los Misterios en Pompeya
Este recorrido a través de distintos
espacios romanos centrándonos en
la manera en que conscientemente se
utiliza la luz natural en ellos comienza
por aquéllos en que la iluminación es
cenital. Nos referimos a la iluminación de
un interior que se consigue abriendo
un hueco en el plano horizontal del techo.
A través de este sencillo mecanismo
la luz se derrama verticalmente sobre el
vacío de la sala y el espacio queda
tensado en diagonal llamándonos la
atención hacia lo alto. El control de
la cantidad de luz es posible manipulando
las dimensiones del hueco abierto en
el techo, así como su profundidad. Todo
dependerá del efecto que se quiera
conseguir.
Como ejemplo de espacio iluminado
cenitalmente nos detenemos en
una pieza doméstica singular: el impluvium en una domus romana. Se trata de
una sala perteneciente a la parte
semipública de la vivienda, por lo general de
planta rectangular, que adquiere un específico
carácter por el tipo de
iluminación empleada en él. La sala
del impluvium se convierte en una caja de
tránsito que queda abierta al cielo.
Es un espacio intermedio entre la privacidad
de lo doméstico y lo bullicioso de la
calle. El vacío del techo, que repite la forma
del perímetro de la sala, es lo
suficientemente pequeño como para producir
fresca sombra en el interior de la
estancia y a la vez lo suficientemente grande
como para dejar entrar una cantidad
controlada de luz que la anime.
Por el hueco abierto en el techo
entra la luz controlada, pero también lo
hace el agua de la lluvia. De ahí la
presencia del estanque donde se recogerá
desde el compluvium, cuya misión es precisamente la de
acumular el agua y
dar frescor en el interior de la
casa. Una combinación acertada esta de luz y
agua que nace de la necesidad de
crear una reserva de esta última para la
vivienda. La luz que entra desde lo
alto y el frescor del estanque.
Magníficos ejemplos y variados de impluvium tenemos en las casas
sepultadas por las cenizas del
Vesubio en Pompeya y Herculano.
Cuando las dimensiones del hueco
abierto en el techo son reducidas
respecto a las del espacio que
ilumina, éste se dramatiza por efecto de la luz.
Sobre todo, porque en dichos casos el
hueco no suele ser único. Sugerentes
son los interiores de las cisternas
romanas. Enormes salas hipóstilas cuajadas
de lucernarios cuya misión es, en
efecto, la de servir de sumideros para
recoger el agua de lluvia. O los
subterráneos iluminados cenitalmente de los
anfiteatros. Tensión diagonal que muy
bien supo captar Piranesi en sus
grabados en los que dio rienda suelta
a su fabulosa imaginación.
De la luz cenital, el caso del Pantheon es tal vez el más sublime porque
en él la luz del sol trasciende el
orden humano y se convierte en un
espectáculo divino. La luz sacraliza
el espacio interno del Pantheon con tan
sólo un sencillo gesto de
arquitectura.
La operación técnica es bien simple.
Se trata de construir un vacío
donde crear la penumbra. Un recuerdo
de la cabana estereotómica primitiva.
Arquitectura por sustracción de masa
para crear un vacío al que únicamente se
tiene acceso desde el exterior a
través de un hueco, previo un profundo nártex
que añade de manera intencionada más
penumbra sobre el acceso. Y en el
cénit de este vacío estereotómico
construido se abre un hueco. Un hueco que
es ojo (óculo) en la oscuridad
construida en que cada mañana cae atrapada la
luz del sol; una cantidad precisa de
luz, tanta como permite la dimensión del
óculo.
Una idea sencilla conceptualmente,
cuya expresión se convierte en un
magnífico alarde constructivo. La
cúpula cubre un espacio en el cual se
alcanzan los 42,30 m de diámetro. El
óculo, a pesar de lo pequeño que nos
pueda parecer, tiene 9,00 m de
diámetro.
El sol se pasea por el interior del Pantheon cada día dando, con ello,
cuenta del paso del tiempo. Su rastro
se hace visible de una forma en definitiva
impresionante; tensa diagonalmente el
espacio. En la penumbra del interior, los
rayos de luz que atraviesan el óculo
se hacen materia, se convierten en un
cilindro de luz sólida. Una luz que
adquiere carácter divino sacralizando este
espacio. El milagro es ser testigos
de cómo la luz, inmaterial, mediante un
artificio tan sencillo ideado por el
hombre, adquiere carácter material y se hace
sólida.
El recorrido de este haz material de
luz por la penumbra nos da cuenta
visiblemente del paso del tiempo; de
su carácter cíclico. Es tiempo, tiempo que
pasa y basta.
Y en este espectáculo sacro, cíclico,
hay momentos de especial belleza
que conmueven más aún al espectador.
Es muy complicado describir la
enorme sensación de levedad que le
recorre a uno cuando el cilindro de luz
choca con el suelo invirtiendo las
sombras de los casetones de la cúpula. O
cómo se siente uno abrumado en la penumbra
del profundo pórtico, sin
necesidad de entrar, cuando el
fogonazo de luz sólida sale a través de la
puerta abierta. Es la luz cegadora
que tira de espaldas a San Pablo, como muy
bien nos la enseña Caravaggio en Santa María del Popólo. Una luz de orden
divino que tiene la hermosa capacidad
de desarmarnos porque trasciende lo
ordinario para pasar a un orden
temporal al cual no estamos acostumbrados.
Ante tal espectáculo sacro no puede
uno dejar de pensar lo poco que
dura una vida humana. Y tal vez alcanza
a atinar torpemente aquello que
pueda ser la eternidad.
Luz
transversal
De la iluminación cenital pasamos a
la iluminación transversal u
horizontal, aquélla que se consigue
abriendo huecos en el plano vertical, es
decir, practicando huecos en los muros.
Quizás sea éste el mecanismo al cual
más estamos acostumbrados en los
espacios que habitamos de continuo
porque históricamente ha sido el de
más fácil construcción. Nos detenemos
ahora en los claristorios de las
basílicas cristianas de Roma y en la de dos
edificios rotondos porque
proporcionan una luz particular. Se trata de una luz
con un efecto bien diferente del ya
visto en el caso de la luz cenital porque no
persigue la solidificación. Su
intención es conseguir un nivel de iluminación
homogéneo, llenarlo todo de luz.
Las amplias salas rectangulares de
las basílicas se nos presentan
inundadas de luz. Como lugares para
la reunión en asamblea. Normalmente
una blanca luz llega desde los
claristorios de la nave principal, dejando en
cierta penumbra a las laterales. Los
muros se encuentran perforados en su
parte alta por huecos distribuidos
rítmicamente más o menos distantes. La luz
se derrama por los muros. Aunque los
rayos de sol son perfectamente visibles,
este tipo de iluminación tiene la
capacidad de anegarlo todo. Y la sensación de
paz y tranquilidad es asombrosa en
estos espacios así iluminados.
De todos, tal vez el que más
impresiona sea el de Santa Sabina en el
Aventino. La limpieza a la que se vio
sometida la basílica por Antonio Muñoz en
los años treinta del s. XX,
eliminando las operaciones del seicento, nos la
presentan con un interior de luz
blanca. Las grandes vidrieras del claristorio,
con vidrio translúcido, ofrecen un
espectáculo digno de ser vivido. La luz
transversal inunda la sala desde lo
alto de los muros. El fogonazo de luz
amarillenta que entra a través de la
puerta entreabierta del nártex acusa con
mayor contraste la claridad difusa
del interior.
Este tipo de luz es más humana. No
dramatiza el espacio, sino que lo
acerca a la escala del hombre. Luz
difusa que sirve para la contemplación; que
lo lleva a uno hacia la meditación en
el sosiego.
De esta misma familia es la luz que
encontramos en la basílica de Santa
Cecilia
in Trastevere, aunque en este caso el claristorio se encuentre en la
confluencia de los muros con el
arranque de la bóveda. Amplios espacios
rectangulares iluminados desde lo
alto de las paredes por una luz blanca que
inunda por completo. Y en esta sala
plena de luz blanca, tal vez resulta menos
sobrecogedora la escultura de Stefano Maderno de Santa Cecilia bajo el altar.
Elogio
de la sombra
Y si hemos hablado de la importancia
del control de la luz natural en
arquitectura, de su empleo
consciente, terminamos ahora mirando hacia la
sombra. La sombra como efecto de la
luz incidiendo sobre los cuerpos. Testigo
de la materialidad, nos ayuda en la
percepción de lo real al matizar los efectos
de la luz pura sobre aquéllos. Si la
luz pura es cegadora, la sombra pura, la
oscuridad completa tiene el mismo
efecto de impedirnos la percepción del
mundo. A través de la sombra (propia
y arrojada) los objetos adquieren para
nosotros corporeidad, volumen; se
materializan ocupando un espacio. Y
tenemos con ello una percepción más
precisa de la realidad.
Nos hemos referido al momento sacro
de la luz haciéndose materia en el
Pantheon. A través
del óculo de la cúpula, el haz de luz deviene divino porque
adquiere carácter matérico en la
penumbra. Además, da cuenta del paso del
tiempo. La sombra también nos sirve
para este cometido, pero con un
mecanismo inverso al empleado en el Pantheon. Cuando la luz del sol incide
sobre un cuerpo material proyecta
sobre el suelo una sombra del lado de la
cara no iluminada. Una sombra que,
procediendo de la interposición de un
cuerpo sólido en el haz de luz, es
inmaterial. La sombra proyectada refleja con
su movimiento el transcurso del
tiempo, su condición cíclica.
Mencionaremos el sencillo mecanismo
del reloj de sol, aquél que,
además de medir el paso del tiempo,
sirve para relacionar medidas en la
naturaleza. De él se sirvió Thales,
nos cuentan, para calcular la medida de la
pirámide de Keops.
Ejemplos egipcios traídos a Roma de
esto que hablamos son los
obeliscos erigidos en las distintas
plazas como orgullosos milenarios
centinelas. Obeliscos que desempeñan
un papel preciso e importante en el
plan de Sixto V. Son utilizados por
Domenico Fontana para, junto a las
columnas conmemorativas de Trajano en
el Foro de Trajano y Antonino Pió en
la Piazza
Colonna, marcar puntos
singulares de la ciudad y ayudar al peregrino
a moverse en su circuito. Elementos
verticales con una doble función. De una
parte, simbolizar el poderío de la
cristiandad en el orbe terrestre; por eso todos
ellos aparecen cristianizados con los
símbolos heráldicos de los respectivos
pontífices que ordenaron sus
recolocaciones. De otro, lo que más nos interesa
en este momento, su papel como
referencia visual en la ciudad. Los obeliscos y
las columnas conmemorativas son
empleados como puntos de interés urbano;
se convierten en focos de las
perspectivas urbanas, en hitos de la ciudad.
Los obeliscos y las columnas
conmemorativas de la antigüedad son,
pues, hitos urbanos. Erigirlos en los
centros de las plazas se convirtió en tarea
de precisión. Nos los encontramos,
como centinelas silenciosos y arrogantes,
formando los nodos de una red virtual
que nos ayuda a movernos por Roma sin
necesidad de conocerla, a sabernos
localizados en su inmensidad. Desde la
Piazza
San Pietro a Piazza del
Popólo. De la Trínitá dei Monte, sobre la Piazza
Spagna, hasta el
ábside de Santa María Maggiore en el Esquilino para seguir
hasta la logia de las bendiciones de San Giovanni in Laterano. De Montecitorío,
a la Piazza Colonna y al foro de Trajano, a los pies
del monumento a la
estupidez humana, como muy bien lo
denominara un amigo. Desde la Piazza
Navona a Santa María Sopra Minerva. Son tantos los ejemplos y tan
llamativos.
El de San Pietro magistralmente usado en las
ceremonias vaticanas
rebosantes de teatralidad y precisión
calculadas. Los de Piazza
Navona y la
Minerva, sobre
espectaculares pedestales de Bernini. Y el de Montecitorío
usado como gnomon de un reloj urbano.
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